«El personaje principal es libretista.
Una mañana comienza a escribir un texto. Allí se lee:
“El personaje principal es libretista.
Una mañana comienza a escribir un texto. Allí se lee:
‘El personaje principal es libretista…’”»
Alejandro Dolina
Olvídense de los inicios posibles como referencia.
Estamos a la deriva. A este lugar hemos sido arrojados sin una mínima noción de cómo continuar. Al mundo llegamos como a un cine a mitad de la película: desconocemos cómo empezó e ignoramos cuanto falta para que acabe. Sólo nos queda ingresar en silencio, a oscuras, ocupar un lugar libre y siempre, siempre intentando molestar lo menos posible a quienes ya estaban instalados en este sitio, de otro modo, los murmullos a modo de reproches no se harán esperan, tal como nos quejaremos nosotros de la próxima aparición, alimentando así el eterno espíritu conservador de esta sala que es el mundo, de este cine que es la vida.
Así, despertándonos desnudos de ideas previas, ayunos de explicaciones, nos vemos acorralados por situaciones que nos saturan. Como sucedió aquella mañana, lúgubre para mí, como todas las mañanas, o mejor dicho, como las pocas mañanas que me sorprenden en posición vertical.
Esto debía ocurrir a bordo de un colectivo por el simple hecho de que las cosas inexplicables, por lo general, se relacionan con los colectivos.
Un viaje casi típico; artículo de costumbres: pasajeros hacinados, muchos bolsos de mano, un niño llorando, escucha gratuita de los más ruines y atroces comentarios; Ole’s e insultos, alguien que sube a ofrecer un milagroso producto, sólo por hoy en la vía pública, para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero (creo que era un quitamanchas, cuya marca no quiero recordar…); en conclusión, el show del transporte público en todo su despliegue.
A la altura de 12 de Octubre un pasajero toca el timbre.
Oponiéndose a todo principio de cotidianeidad, el colectivo no se detiene como debería.
Este sujeto comprende que, tal vez, el elevado volumen de la radio, sumado al estruendo proveniente del agónico motor no permiten al chofer percatarse de su necesidad de descender del vehiculo.
Este personaje, a quien llamaremos Bernachea, no pierde la calma, espera a la siguiente parada. Toca nuevamente el timbre pero su petición nuevamente es denegada.
Según cálculos posteriores a los hechos, desde el comienzo de la escena del timbre hasta el momento habrían transcurrido unas seis o siete cuadras.
Bernachea era de aspecto tranquilo, pacífico e indolente (sea lo que sea que eso signifique). Insistió con el timbre. Su patética maniobra se veía cada vez mas condicionada por la mirada cada vez más atenta de los cada vez más pasajeros que se preocupaban por hacer cada vez más silencio para no perder la cada vez más inminente reacción de Bernachea que segundo a segundo tenía cada vez menos paciencia.
El autobús estaba a sala llena. Bernachea no podía llegar hasta la puerta delantera, por lo que decidió intentar una vez más.
Timbre. Nada. Ya en la tercera parada un extra, hasta entonces, toma partida en la trama; un personaje del que sólo recuerdo su remera amarilla toca el timbre, ahí el colectivo se detiene y abre sus puertas permitiéndole deslizarse hacia el mundo exterior.
Bernachea estaba desconcertado y, al igual que yo, busca algún indicio en el chofer, o en su defecto, en el espejo superior de la cabina.
-¡La puta que te parió!- murmuraba entre dientes el chofer -¿Querés viajar gratis? ¡Yo te voy a llevar hasta Constitución!
El insulto estaba dirigido a Bernachea. El insulto del colectivero siempre ofende por el simple hecho de que te insulta directa pero indirectamente. ¿Cómo explicarlo? Te insulta, pero te está dando la espalda. Te da la espalda, te insulta y vos estás viéndolo insultarte; le lees los labios, no al chofer sino a eso que está ahí, eso que no tiene nombre pero que es su reflejo. Claro y conciso dice “H-I-J-O-D-E-P-U-T-A”. No inferís el insulto, no sólo lo escuchás, lo ves; a través del espejo lo escuchas, lo sentís.
Como era de esperarse Bernachea reaccionó. Descendió y contrarrestando al conductor se para junto a la puerta trasera, mira el pequeño espejo rectangular ubicado sobre el guardabarros delantero derecho y gesticula una grosería.
El chofer conocía bien el guión, por lo que retrocedió el vehículo hasta yuxtaponer su asiento con el lugar donde Bernachea permanecía inmóvil
-¿Qué te pensás, que soy pelotudo? ¿Hasta dónde querés viajar con cincuenta centavos?-vociferó el chofer.
-¡Todos los días viajo por el mismo precio!- respondió Bernachea.
-¡Seee… Hacéte el boludo no más!...
-¡Tomá!- increpó Bernachea arrojándole una moneda de un peso, con la misma técnica que él mismo empleara cuando era un niño adepto a las bolitas.
-¡Disfrutala!- Selló.
El conductor, enfurecido, intentó levantarse; tenía que responder a esa acción.
Por su parte, Bernachea amagó subir al colectivo para enfrentarse al chofer.
Afortunadamente el personaje de remera amarilla, que había bajado junto a Bernachea, lo sujetó para impedir que la violencia se concretara en golpes de puño.
Al mismo tiempo otro pasajero tomó al chofer que profería una amplia gama de exabruptos de toda calaña.
No pasó a mayores: unos empujones, unos insultos y el mundo continúa rodando.
Bajé en la parada siguiente. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en lo que en realidad había pasado.
Más allá de toda la adrenalina, de todo el morbo y esa necesidad de violencia, analizando la situación, no era muy difícil darse cuenta de que no tenía demasiadas intenciones de subir a enfrentarse con el chofer. Sí, definitivamente, si Bernachea hubiese tenido reales intenciones de subir lo hubiera hecho; pero no quería.
El personaje de remera amarilla no sostenía a Bernachea, sólo le apoyaba sus manos en los hombros, como deseando que se librara de ellas y subiera.
Lo mismo hacía el sujeto que “hacía como que” sostenía al chofer. Los esfuerzos de este último por zafarse no fueron más que ademanes inverosímiles. Jamás intentó siquiera rebasar los seguros límites de la amenaza verbal.
Todo fue una farsa. La discusión infundada, la pelea que no fue, los protagónicos de Bernachea y el chofer como héroe y villano, sin definir quién es quién, los mediadores que no tenían ganas de separar pero que debieron hacerlo y el público que disfrutaba de las actuaciones.
Caminaba pensando en toda esa escena y tuve miedo de mirar hacia atrás y encontrarme con que los demás pasajeros también descendieron del colectivo una vez cumplido su rol. ¿Es posible que también ellos estén siguiendo un guión que les asignaba el papel de espectadores? Nunca tendré la certeza, pero lo sospecho.
Si alguna vez alguien llegase a leer este relato y compartiera la idea de la vida como cine, como teatro, comprenderá que todo lo narrado no tiene razón de ser, porque en la vida como en el cine cada quién es protagonista, cada uno es su propio héroe y sabemos también que los héroes no necesitan razones, sólo creen y ya.
Si en cambio confían en el cine sólo como un entretenimiento, lo sucedido entonces tampoco tuvo sentido, o tal vez si: encontrar algún tipo de referencia a una historia cuyos inicios olvidamos, si es que acaso existieron.
Yo también veo a la vida como una película! Es solo q, como todas se filman al mismo tiempo nos suelen tocar toda clase de partes en las vidas de los demas. TAI!
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